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  • Fuera de las redes

    Dic 12/22 Me pregunto si alguien andará por acá. Me salí de todas las redes sociales; bueno, tengo que admitir que voy a Tik Tok a mirar cómo baila la gente, pero ya no tengo ganas de que me miren bailar a mí. Eliminé mi cuenta de Twitter, Instagram y Facebook. Lo que se encuentren por ahí volteando no lo habré puesto yo. Desde que no existo en las redes me siento vivir. Estoy un poco más presente en el único momento que tengo, que es este; cada momento, el único. Me di cuenta de que involucrar mi pequeña vida (la más valiosa) en el tráfico despiadado de la frustración global es un pecado mortal (no por inmoral, sino porque impide vivir-se). Creo en este ensimismamiento como una forma íntima de rebelión contra lo que yo siempre llamo “extraño orden” en el cual somos crueles explotadores de nosotros mismos. A algunos no nos gusta el mundo en que vivimos; por eso considero mejor saberme parte de la toxicidad planetaria y hacerme a un lado. Creo que eso sirve más que creerme salvadora de la humanidad o del país. No puedo evitar escribir. Siempre lo he hecho; de eso sí me siguen dando ganas. En marzo sale un libro que se llama igual a este imperiódico: MARGARITA VA SOLA. Lo va a publicar Penguin Random House, la misma editorial de El Hombre del Teléfono (un libro que escribí antes). Como ya no tengo por dónde hacerle propaganda dura, toda la publicidad le corresponderá hacerla a los optimistas que creen que un libro mío se puede vender. Esta página es muy bonita y por eso escribo en ella cuando me pica alguna letra, pero no sirve para vender nada. Soy bastante crítica de todo lo que hago y se supone que, si quiero que mi producto (mi único hijo) tenga éxito, debo hablar bien de él o, al menos, decir cosas como “es algo hecho con todo el corazón”. Nada de eso. Ese libro reunirá columnas (desde que comencé a escribir) y otros textos que nunca he publicado. Es un sancocho que no sé cómo se va a integrar, pero, como me pasó con El Hombre del Teléfono, no sabía que ya había acumulado bastante material como para agruparlo en un libro. Tengo épocas en que escribo diarios muy juiciosamente, sin ponerle cuidado a la forma y luego, cuando pasa el tiempo y los leo, me entretienen como a cualquier chismosa. Me cuento cosas que no sabía y me dan ganas de seguir leyendo. Así que, no sé. Es bastante contradictorio lo de atreverse a publicar un libro cuando uno no es escritor. Es un acto de vanidad suprema. Yo misma detesto los libros escritos por actores. Por el momento leo filósofos. Otra cosa que me produce un pudor inefable es pedirle a un escritor reconocido que me haga un prólogo o que me entreviste en el lanzamiento del pobre libro. No me alcanza la autoestima para obligar a un “amigo” (uno les pide ese horrible favor a los amigos) a leer mis cosas. Por eso no le regalaré ese libro a ningún amigo. Hace poco hice una entrevista para el blog de Mar Candela (El Espectador). Allá llegué con cinco ejemplares de El Hombre del Teléfono porque me dio vergüenza aparecerme sin nada para el equipo que la grabó. Afortunadamente todos eran desconocidos para mí. Bien. Esa es la noticia de hoy.

  • Los que ordenan en los restaurantes

    Me incomodan el tono de voz y la actitud (que cuando son sutiles me molestan más) con que algunas personas ordenan a los meseros que les traigan lo que exigen siempre tan caprichosamente y, muchas veces, con la presuntuosa explicación médica: “tengo colon irritable, así que sin picante, por favor”. ¿Cómo describir la musiquita y el modo del “por favor” y el acento con el que enfatizan “colon irritable”, como si fuera el único colon temperamental del restaurante y del universo de colones y restaurantes? Parece que la persona que ordena, no pide (pedir exige nobleza y humildad); más bien aprovecha ese poder súbito para sentirse atendida como espera. Para eso paga ––piensa–– mientras enmuñona los labios escogiendo con displicencia y luego arrepintiéndose y explicando porqué su pedazo irritante de intestino manda en la mesa, mientras el mesero ––o la mesera–– espera y observa y también piensa y se irrita secretamente. Servir parece traer consigo un componente jerárquico bastante equívoco. Se da por sentado que quien le sirve a otro asume estar por debajo de quien es servido. También, una cosa que sirve es porque está supeditada al propósito del que la usa. Es decir, en el servir hay un uso de la cosa para que un propósito ajeno a ella se cumpla. La equivocidad está en confundir el servicio de una cosa con el de una persona. Hoy estamos todos muy alerta con aquello de sentirnos usados. Eso nos ofende, degrada, hiere y molesta. Sin embargo ––y es algo que observo con frecuencia–– hay personas que creen que un mesero es una cosa sirviente para que el plato de comida, la sal y la cuenta, lleguen a la mesa de su colon melindroso, porque está ahí para eso; para servir. Sospecho de quienes continúan hablando de sus intimidades como si la mesera no estuviera presente. La persona que sirve, según el canon del colon irritable, tampoco oye. Sólo debe recibir la orden como un autómata. ¿Por qué hay personas a quienes les gusta que les sirvan otros? Trato de analizar esto. Parece una especie de síndrome del colonizador. Una pequeña oportunidad de sentir que dominan algo, o que someten a un inferior. El que ordena en el restaurante bajo esta alucinación, se siente aventajado desde su estúpida posición de control y mando. Pero lo que más me llama la atención es cuando no se dan cuenta de que eso es lo que les pasa; de que desde afuera así es como se les oye y se les ve; cuando dan por hecho que esa es la correlación de fuerzas entre un mesero y un cliente y actúan naturalmente su tranquila superioridad. ¡Yo siento vergüenza tan sólo de pensar que me están sirviendo! Pero no crean que me confundo. Servir bien a otras personas no tiene nada que ver con que la mesera, en este ejemplo, haga bien o mal su trabajo. Puede ser la peor mesera del mundo o la más incompetente (como seguramente lo sería yo, pues me parece un oficio muy exigente y difícil). No quiero poner la lupa sobre lo “mal entrenados” que pueden estar los meseros, sino sobre el cliente del colon aristocrático; aquel decente que no es directamente grosero pero exuda un perfume superior suavísimo que lo impregna todo con su clasismo ancestral. Quiero mirar con microscopio al que borra al otro; al que lo da por inexistente, no porque sea un mal mesero, sino precisamente porque le está sirviendo. Servir es un acto más complejo que atender mesas en un restaurante o ser empleadas del servicio doméstico. Estoy convencida de que, cuando se trata de personas, sólo deberían servir –o ser llamados sirvientes– quienes lo deciden vocacionalmente y sin exigir contraprestación alguna, lo cual es distinto a ser empleados que, por supuesto, merecen ganar un salario por trabajar. Servir, en su acepción más ética, tiene sentido si es un acto de libertad. De otro modo no merecemos el honor de ser sirvientes ni mucho menos llamarnos de tal forma. Es preciso poner el ser al servicio del bien de otro, para honrarnos con un título tan respetable como ese. Entonces, no nos engañemos tratando a las personas como si fueran nuestros sirvientes, pues la decisión de servir es personal e intransferible y no hay plata en el mundo con qué pagarla.

  • Mi tuit transfóbico

    «Es evidente que la prohibición del aborto no afecta a las mujeres con pene, razón por la cual conviene seguir llamando “mujeres” a las que nacimos con coño y matriz, y “mujeres trans”, a las mujeres trans». Desde que escribí ese trino ––que luego borré–– no he tenido paz. Debo revisar varias cosas. El error más evidente es la deducción arbitraria, pues la prohibición del aborto no tiene nada que ver con la creciente presencia de personas trans en los feminismos, que es el asunto del que me quiero ocupar en este artículo. Según la perspectiva de las feministas radicales, la mujer “verdadera” es aquella que nace con características anatómicas específicas que constituyen un sexo biológico femenino científicamente evidente y comprobable, y que negarlo equivale a una especie de terraplanismo totalmente absurdo. Las personas que nacen con genitales y sistema reproductor masculino y “se sienten mujeres” no lo son esencialmente y lo que están haciendo al tratar de legitimar ese “sentirse” es borrar la identidad sexual de la mujer, quitarle agencia y debilitar su poder para defender las luchas basadas en la opresión que el patriarcado ha ejercido históricamente sobre las mujeres por causa exclusiva de su sexo biológico. Aseguran que las mujeres trans en realidad son machos que, al apropiarse del espacio político y físico que corresponde a las mujeres por derecho propio (y que tanta sangre, sudor y lágrimas les ha costado conquistar), conseguirán dinamitar las victorias feministas, al modo del caballo de Troya. “El transhumanismo es el verdadero enemigo”, le he escuchado decir a Amelia Varcárcel, académica española y una de las mamagrandes del feminismo crítico del género. Según ella, el discurso “queer” (como se llaman la teoría y el movimiento social que cuestionan el esencialismo y el binarismo biológico, y reivindican las disidencias sexuales y de género) se convierte en un problema ético de carácter universal pues, entre varias consecuencias, abre el camino para que se intervengan hormonalmente los cuerpos de adolescentes, con disforia de género o simplemente homosexuales, que no tendrían que ser sometidos a lo que ella llama extravagancias que exacerban los estereotipos de los roles de género. Otra parte de los feminismos acepta que las personas trans deben defender y lograr políticas públicas para su propio colectivo, pero no hacerlas pasar como parte de la agenda feminista. Pues, si se pretende eliminar la palabra “mujer” del código penal para reemplazarla por “persona menstruante” o “persona gestante”, ¿también está contemplado eliminar el término “hombre” y sustituirlo por “persona con próstata”? La abogada penalista y feminista radical Helena Hernández considera que la confusión entre sexo y género ha ocasionado problemas graves, incidiendo en el retroceso de los derechos de las mujeres. Por ejemplo, hombres maltratadores que en Estados Unidos se han identificado como mujeres y se encuentran en cárceles de mujeres, las han violentado; o lo sucedido en las competencias deportivas y la inclusión de hombres en categorías de mujeres. La doctora Hernández considera impreciso hablar de la identidad sexual de las mujeres, pues el sexo no es una identidad sino una realidad material, por lo cual “«sexo biológico» es una redundancia”, asevera. Para las radicales, el sexo biológico incide sustancialmente en el tipo de violencia que se ejerce. La abogada Hernández expone que el feminicidio, por ejemplo, es un delito que se basa en la realidad de las mujeres por su sexo, realidad que sufrimos desde que nacemos y que puede concretarse en ese acto criminal, el más despótico y machista posible. El feminicidio está considerado como tal en instrumentos internacionales como el Comité para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW) y la Convención Belém du Pará y ha significado una lucha muy larga, de manera que el feminismo radical no está dispuesto a que la categoría del sexo se someta a discusión, pues eso significaría un gran paso atrás. Los derechos que se consiguen no tienen porqué soslayar los alcances de grupos poblacionales que han sido discriminados y oprimidos, como las mujeres. “La legislación colombiana ––sigue diciendo Helena––equivocadamente incluyó también la violencia transfóbica en este delito, cuando se trata de dos tipos de violencia distintas; la violencia transfóbica no puede explicarse bajo el fenómeno del feminicidio. En materia penal hay que insistir en que conceptualizar y diferenciar no es el problema sino todo lo contrario. Ese es precisamente el reconocimiento que se busca: nombrar la violencia y realidad particulares que es lo que permite que luego se creen políticas públicas y se generen derechos”. Ahora, pregunta la abogada Hernández: “¿por qué cuestionan la realidad de las mujeres, o sea, aquella que vivimos desde que nacimos?¿será tal vez porque, quienes lo hacen, son hombres? Porque mucho nos dice que no sean los hombres trans quienes estén hostigando y censurando. El sexo no se asigna; se observa. El sexo es una categoría biológica, controlada genéticamente. Es dicotómico e inmutable. Está en nuestras células, órganos y tejidos. El sexo se determina a partir de los cromosomas sexuales (XX o XY) que son los encargados de controlar el desarrollo sexual embrionario. El género sí es una construcción social empleada por el mecanismo patriarcal para subordinar a las mujeres. De otro modo se cae en la confusión de sexo y género. ¿El enfrentamiento es porque se reconozcan los géneros? ¡Pero si eso ya está resuelto! Pueden inventarse y crear todos los géneros posibles, todas las formas de ser anheladas, ya que el libre desarrollo de la personalidad implica que la persona se exprese y desarrolle como lo desee ¡pero no se puede confundir sexo con género!”. Mi tuit se sostenía sobre esta postura biologicista que no termino de desechar del todo, pues sí me inquieta que se vulneren los logros que el feminismo ha conseguido. Pero no es menos importante escuchar muy atentamente los argumentos que se contraponen al feminismo radical, aportados por Juliana Martínez, profesora de género, sexualidad y estudios culturales de American University, quien, dicho sea de paso, me ayudó a precisar conceptos y términos completamente desconocidos por mí. Se trata básicamente de lo siguiente: Las categorías hombre/mujer (entre otras categorías de género), según el planteamiento trans, están basadas en el sentimiento profundo y consistente que cada persona tiene, no en una supuesta esencia biológica. Por eso, para el pensamiento trans, las categorías “hombre” y “mujer” son construcciones culturales y políticas, tanto en lo que atañe al sexo como al género. Es decir, el sexo físico también está sujeto a interpretaciones, pues la ciencia misma, a su vez, está adscrita a paradigmas epistemológicos que responden a mandatos políticos y culturales. El binarismo es simplista y aprisionante, ya que la identidad de un ser humano va mucho más allá de la genitalidad y comprende infinidad de aspectos que exceden el factor biológico. Vivimos lo masculino y lo femenino de acuerdo con unos parámetros que el sistema binario heteropatriarcal occidental dispuso e impuso como principios naturales y normales. Dicho orden determinó la manera en que se debe manifestar, funcional y socialmente, tanto lo que se considera femenino como lo masculino. Aunque en esto último ambas posturas coinciden, lo que hace el movimiento trans es mostrar que nacer con un sexo biológico determinado no hace que la persona sea genuinamente hombre o mujer (hay personas que nacen con ambos sexos y el sexo “definitivo” es decidido en el quirófano). No hay tal esencia. Existe, además, una multiplicidad de géneros con los cuales la subjetividad humana puede identificarse, para lo cual el sexo biológico resulta totalmente irrelevante. El sexo biológico, en últimas, no determina quién se es. El tema, como puede verse, es de una complejidad imposible de abordar en esta columna. He procurado explicármelo a mí misma por escrito y de una forma bastante reduccionista, por cierto. No obstante, después de investigar y de conversar con personas que conocen bien la discusión, me quedo con esto: no tengo ningún contacto cercano con personas trans ni con su mundo. No es suficiente mi fascinación por la obra de Paul B. Preciado (filósofo trans) o los testimonios de hombres y mujeres trans que consulto en videos, para hablar con suficiente comprensión sobre el proceso que viven. Pero también, como mujer parida dentro del sistema patriarcal, he vivido una realidad específica que me ha marcado por haber nacido “niña”. La vida concreta desafía cualquier intento de academizarla, motivo por el cual, en este momento prefiero poner mi atención sobre lo que la sociedad está proponiendo en su vida diaria, cada vez de forma más explícita. Mi amiga periodista “anarco-feminista artesanal” Mar Candela me hizo dudar sobre la presunta orquestación del movimiento trans para acabar con el feminismo o con la mujer como sujeto de derechos. Ella utiliza esta pregunta: si se tratara sólo de una extravagancia o capricho ¿cómo se explica que una persona de sexo masculino (o asignado como tal al nacer) elija identificarse públicamente como una mujer, aun a costa de la terrible discriminación que ello implica, o sea, renunciando al privilegio de ser un macho? ¿Cómo decide hacerlo corriendo el riesgo de morir en el intento, si recordamos que la expectativa de vida para las mujeres trans en Latinoamérica es de 35 años? ¿No podría interpretarse aquello como un sentirse abrazado por lo femenino, o lo femenino como refugio de una identidad que se resiste a vivir de acuerdo con los códigos masculinos impuestos? ¿No podría interpretarse lo trans como una de las más radicales formas de resistencia al patriarcado? ¿No podría el patriarcado sentirse boicoteado ––desde adentro–– por hombres trans que deciden proponer formas nuevas e insurgentes de masculinidad? Y pregunto yo: ¿no están proponiendo los cada vez más numerosos jóvenes femeninos, andróginos y de géneros fluidos, reventar de una vez por todas el concepto de género que tanto daño ha hecho a “las mujeres de verdad”? ¿Será posible devenir en una sociedad sin géneros en la cual haya que superar, incluso, el feminismo? Mónica Sánchez Beltrán, también anarquista, correctora de estilo de margaritavasola.com, cuando estaba haciendo lo suyo con esta columna, me dio una opinión interesante. Ella es tajante al afirmar que toda esta discusión, estéril por demás, es importada del feminismo europeo que asume a la mujer como única víctima del patriarcado y al hombre, su beneficiario absoluto, mientras olvida que el verdadero enemigo es el patriarcado. “Las feministas europeas aspiran a ser hombres y a administrar ellas mismas el patriarcado, no a desmontarlo”, asegura. Considera que ese sistema de dominación institucionalizado es lo que nos ha dividido, enfrentado y asignado funciones contranatura; no habría que hacerle ningún caso ni pedirle permiso para todo ni perdernos en discusiones que profundizan la fosa que nos separa y subdivide en cada vez más letras del alfabeto. “Eso ya está resuelto: todos somos yin-yang”. Yo, al menos, me he propuesto, gracias a este episodio, tener mucho cuidado al adoptar cualquier posición que sugiera la segregación de personas. Estamos hablando de seres humanos en toda su complejidad antes que cualquier cosa y, por lo tanto, el asunto debe comprender algo mucho más simple y básico como el ser capaz de ponerse en los zapatos del otro, o mejor, admitir que "el otro" es un alguien completamente distinto y, por razón de esa otredad, aceptar que jamás comprenderemos totalmente los contenidos de su subjetividad. No sé si el problema pueda reducirse al derecho que todos tenemos de vivir una vida libre de violencias. ¿Qué es lo realmente amenazante en el hecho de que los seres humanos se perciban a sí mismos y se muestren socialmente por fuera de lo normado? Parece que no es ese el problema para las radicales, como ya lo vimos. Sinceramente, qué difícil es para mí escribir sobre esto tomando una posición. Me declaro abiertamente tibia al respecto. Lo más importante es que mi tuit haya servido como pretexto para que este tema sea discutido públicamente una vez más. De corazón quisiera que todas, todos y todes tuviéramos derecho a ser quienes somos y que no nos maten por ello. ¿Cómo hacemos para remar hacia el lado de la dignidad humana y la no discriminación, sin descalificar los sentires, las identidades y los derechos que todos los seres humanos tenemos? Por lo pronto, aviso a quien haya tenido la generosidad de quedarse leyendo este ladrillo que, desde la plataforma digital Sentiido —especializada en aportar conocimiento y capacitación sobre género, diversidad sexual y cambio social— su equipo directivo, Juliana Martínez (directora de investigaciones y profesora de género, sexualidad y estudios culturales de American University), Lina Cuéllar (directora y doctora en Historia) y María Mercedes Acosta (editora general, periodista y magister en periodismo digital), a propósito del trino de la discordia, me propuso convocar una sesión de Space en Twitter para poner de nuevo el tema sobre la mesa pública. Espero que asistan personas de todos los géneros habidos y por haber, con el propósito de conversar sobre estas preguntas, formular otras, y así seguir ampliando el horizonte de comprensión de un mundo acerca del cual muchos no tenemos la menor idea. Si algo es transfóbico (de eso sí no tengo duda) es querer seguir ignorándolo.

  • Estratos sociales

    A mi pareja, un hombre holandés, le produce curiosidad aquello de que los colombianos nos dividamos en estratos sociales. En su país, la gente que gana un salario alto usa el transporte público junto al resto de ciudadanos, y los hijos de unos y otros estudian en escuelas estatales. De la misma forma, edificios de apartamentos de lujo se construyen al lado de condominios de viviendas populares. Y mientras en Colombia “la alta sociedad” asocia la noción de lo popular a la pobreza, la chusma, el mugre, el desorden, los malos modos, la grosería, el crimen y el caos, en Holanda lo popular parece estar más ligado a la música, la moda y el arte. (No estoy idealizando ese país, sólo me llama la atención aquella particular diferencia. No se puede soslayar que, en Europa, los inmigrantes de países azotados por las guerras que ella misma crea conforman la más baja de todas las clases). A mí lo de los estratos me parecía de lo más normal. Luego, fui ahondando en el significado de la palabra “normal” y todo fue cobrando un nuevo sentido. Los hábitos que se repiten sistemáticamente se convierten en norma, o sea, en una regla incapaz de medirse a sí misma. La norma, entonces, es un hábito sobre el cual no se reflexiona casi nunca, por muy indigno que sea. En fin, yo consideraba muy normal que existiera una diferencia cualitativa entre los ricos aristócratas con abolengo (los nuevos ricos no entraban ahí) y los que no lo eran. Hoy entiendo que, para efectos administrativos, la clasificación técnica pueda ser necesaria, pero no lo es que se transmute en un aspecto de discriminación social basado en la “clase” a la cual cada persona, supuestamente, pertenece. Yo, por ejemplo, tenía claro que mi estrato social en Cali era por ahí entre 4 y 5. Mis padres constituían una pareja muy “popular” en las clases altas y recontraaltas, pero, económicamente, tuvieron muchas dificultades y quiebras que no les permitieron matricular a sus tres hijos en los colegios más caros. Aún desde mi relativa condición de privilegio se marcaban los límites entre las familias tradicionalmente ricas y el resto. Yo me sentía inferior a los niños Lloreda, Éder, Carvajal, Sardi, Domínguez, Cabal o Caicedo, no solamente porque sus padres tenían más dinero, sino porque a esos apellidos los respaldaba una historia de poder que les acreditaba una hegemonía incuestionable y natural. Así debía ser. Era la norma. No me siento tan ajena al resentimiento social que le atribuyen algunos ricos a los pobres y al que tantos millonarios temen, con su asco pulcro y bien educado, por demás. Yo lo experimenté muchas veces en Cali cuando salí por un tiempo corto con un joven de familia rica de larga tradición. Me herían su aire de suficiencia, su “buen gusto”, la superioridad que le otorgaba su casa solariega y rodeada de jardines, su inglés impecable y sus códigos de humor clasista, de los cuales me sentía totalmente excluida. Yo trataba de ir refinando lo que consideraba “mañé” (era un término que mi hermana Adriana y yo usábamos mucho; significa “de medio pelo”, no precisamente ordinario, sino revelador de que no se pertenece a la clase alta); sin embargo, nunca pude deshacerme de la sensación de que había algo en mi manera de presentarme que al muchacho le avergonzaba. También era consciente de que, por aquello de los estratos, nosotros, los de 4-5, éramos los ricos para los de 3-2-1 (yo creía que el estrato cero existía: el de los mendigos, el de los nadie). Teníamos “muchachas del servicio” ––casi siempre negras–– y, mal que bien, podíamos, de vez en cuando, rozar los cielos de los estratos altos tratando de parecernos a los ricos, como lo dictaba y lo sigue dictando el arribismo de nuestra cultura. No puedo evitar traer a cuento esta frase acuñada por Francia Márquez: “...hasta que la dignidad se vuelva costumbre”. Costumbre, hábito, norma. La dignidad como norma del vivir para que desde ahí partamos todos y así emprender, ojalá con éxito, las actividades, profesiones y negocios que queramos. Tanto los ricos (no veo inmoralidad en serlo) como los menos ricos. Tanto los que nacen en la opulencia (¿qué culpa tienen?), como los que no. Lo asombroso es que Colombia es un país opulento; aquí no debería haber ni un pobre sino, en cambio, muchos más ricos. Colombia entera es “estrato 20” porque le sobran recursos invaluables que nos pertenecen a todos sus ciudadanos. No creo que haya indignidad en que unos tengan más plata que otros, pero sí me avergüenzan la estratificación excluyente y la historia que así lo dispuso como norma. Cómo no sentir un orgullo enorme al observar en la elección de Francia como vicepresidenta, una señal inequívoca de que, como sociedad, estamos cambiando, por fin.

  • Con ese centro, para qué derecha

    No crean que no sé de lo que hablo porque yo también me he acomodado en esa ideología biempensante del “centro”. Es más, voy a confesar algo vergonzoso: mucho antes, cuando no me interesaba en absoluto lo que pasaba en mi país, me alegré de que Álvaro Uribe hubiera llegado a la presidencia, aunque no voté por él. Me parecía que el señor iba a tener el carácter para "acabar con la guerrilla”. Años más tarde, cuando acepté la invitación a formar parte de la escuadra de columnistas de El Tiempo, el compromiso de tener que publicar un texto cada 15 días en ese medio tan prestigioso me obligó a informarme mejor sobre la realidad nacional. Lo de Uribe y su estrecha relación con el paramilitarismo asociado a las masacres y falsos positivos eran temas permanentemente tratados por periodistas de investigación y yo, muy indignada ––como toda persona decente––, me puse a escribir columnas criticando las políticas y opiniones de derecha. Nunca en mi vida había votado, hasta que llegaron las elecciones de 2018. Como Petro me parecía demasiado “izquierdoso” (ese era mi único argumento, a pesar de que nunca se me ocurrió leer nada de lo que proponía), consideré que Fajardo era la mejor opción. ¡Nunca me he sentido más decente en mi vida! De verdad, ubicarse políticamente en el centro produce mucha tranquilidad. Es un territorio neutral donde reinan la moderación, el equilibrio y la prudencia; ¡cómo se siente uno de justo y en paz! Y, lo mejor: con autoridad de toda índole para señalar cuáles son los extremos de cualquier cosa porque el centro es universal. No se me ocurrió pensar que proclamarme “de centro” equivalía a permanecer en un estado precopernicano, pues, al dar por válida mi perspectiva, me concedía a mí misma la vara correcta para medirle el sectarismo a los demás. De acuerdo con lo anterior, el sentido del centro político es equívoco por principio porque el eje de cada individuo “centrista” es distinto; y eso, necesariamente, produce el cómico espectáculo que vimos en la campaña. Creer que uno está en el centro de algo ya es, de por sí, una asunción tan dogmática como la que se pretende categorizar desde ahí. Desde ese lugar privilegiado se pueden determinar arbitrariedades como que Petro y Hernández son dos populistas que representan "extremos muy peligrosos”. Hay que ver con qué soberbia puede uno, desde la buena conciencia de su centrismo, poner en el mismo nivel a un hombre de las calidades intelectuales de Petro y a un troglodita millonario imputado por corrupción. Algunas personas que se circunscriben políticamente a una postura de centro tienen el inconveniente de considerar su juicio tan balanceado e inamovible, que se aferran a premisas desactualizadas que repiten hasta el punto de adoctrinarse con ellas. A mí me está tocando ver un Petro muy distinto del que se empeñan en describir los virtuosos periodistas del centro. No me cuadra con el soberbio, ni con el que no sabe trabajar en equipo, ni con el que no quiere hablar con los empresarios, ni con el que le huye a la prensa tradicional. El Petro que he estado viendo da muestras constantes de lo contrario. Pero, sobre todo, de que es un estadista con un conocimiento profundo del país, y que tiene en sus manos un proyecto moderno y audaz que no se cansa de explicar de todos los modos posibles. Tampoco percibo el talante de alguien que quiera imponer su verdad desde la soledad del poder. Petro está invitando a la sociedad entera, con la Constitución del 91 en la mano y dispuesto a someterse al necesario control político que debemos hacerle los ciudadanos y el Congreso. Que el club del centro esté en desacuerdo con los planteamientos de su programa de gobierno no es lo preocupante, sino el falso equilibrio de donde parten y el desdén con el que se atreven a alertar sobre “el peligro de los extremos”. En este momento tan delicado para la democracia, si hay algo peligroso y traicionero, incluso para ellos mismos, es esa rigidez política disfrazada de justo medio aristotélico que es capaz de igualar lo inigualable, de un solo brochazo. Si eso es ser de centro, prefiero lidiar con la derecha. Al menos uno sabe por dónde vienen.

  • MAURICIO GÓMEZ

    Esta es una columna que le escribí a Mauricio el 11 de agosto de 2017. Hace quince días, cuando salieron al aire por el Canal 1 sus reportajes sobre la vergonzosa situación de Cartagena, recordé cómo, por allá en los 80, yo esperaba la parte del Noticiero 24 horas en la que él aparecía como reportero y cronista —aunque era también el director—, denunciando casos de corrupción y delitos contra el medio ambiente, uno de sus temas preferidos, entre muchos otros relativos a injusticias que todavía lo desvelan, como el lamentable asesinato de su padre. Me encantaba su voz reconfortante, pastosa y dulce a la vez, y la autoridad que de por sí imponía el simple hecho de haber tocado y amasado con sus propias manos la realidad que quería contar. También su actitud, tan humilde, casi indefensa, diría yo, con que se paraba ante la cámara, sumergido hasta el cuello en la noticia misma, para descubrir heridas desde algún lugar olvidado de la Colombia más profunda, con la integridad y la mística de los misioneros. El tiempo pasó y, un día, con la misma sencillez, tocó la puerta de mi casa en Bogotá para proponerme presentar el noticiero junto a él. En ese entonces, mi carrera como actriz había despegado pero yo no lo sabía, así que, sin haber completado mis estudios de Comunicación Social, acepté honrada y confiada en el criterio de Mauricio, a quien traté de no defraudar. Día a día en los consejos de redacción y cada noche, leyendo las noticias a su lado, yo confirmaba lo que había adivinado a través de la pantalla. Para él, el periodismo era y sigue siendo una especie de apostolado, una experiencia vivencial honda y comprometida, no una feria loca de titulares impactantes que se encandelillan unos a otros. Quizás sea su otro gran talento como pintor y escultor lo que me hace verlo como un buscador de la belleza en su sentido más puro; esa que se asocia con la verdad y que veo tan reflejada en la inocencia y elegancia de sus obras plásticas como en la ética absoluta de sus informes periodísticos. No sé qué tanto le guste a Mauricio que lo haya puesto como sujeto de esta columna para agradecerle y declararle cuánto lo admiro y quiero, sabiendo lo mucho que evita ser el centro de atención, a pesar de que sus creaciones artísticas y sus investigaciones exhaustivas sobre asuntos de interés nacional le han concedido premios y toda clase de reconocimientos. Pero, no pude evitarlo, y, afortunadamente para mí, él tampoco.

  • Incoherencias

    A quienes se asomen a leer esto, les aviso que este texto está lleno de incoherencias. A algunos les parece incoherente que yo viva en Estados Unidos mientras “pregono el comunismo”. Si así fuese, tendría hasta más sentido hacerlo desde el corazón mismo del capitalismo. Pero no. Lo que pregono es un deseo muy básico: frenar la masacre colombiana. La incoherencia mía es mucho más fundamental que esa anecdótica y burda reducción al absurdo y consiste más bien en querer seguir participando en un proyecto tan incomprensible como el de la humanidad; esta triste humanidad que la historia nos viene proponiendo y que yo califico como incoherente, precisamente porque no la comprendo. Y así hacemos muchos. Declaramos incoherente aquello que no entendemos. Un acto enteramente coherente, según mi limitadísimo juicio, sería desaparecer, o suicidarme; opciones que no contemplo todavía porque, como le pasa a Clarice Lispector (mi traga literaria y a la única a quien he leído expresándolo con tanta perfección), la alegría –también incoherente e incomprensible– con la que me despierto cada día, es mi venganza contra Dios o contra esa Cosa que nos tiene aquí. Pero miren como lo dice ella: “...Porque es una infamia nacer para morir no se sabe cuándo ni dónde. Voy a estar muy alegre, ¿me oyes (Dios)? Como respuesta, como insulto”. En cuanto a la mía, se trata de una alegría involuntaria que nada tiene que ver con la felicidad, pues tampoco creo en ella. Mi alegría es una suerte de perplejidad permanente que no desconoce el drama en el que estamos metidos. Se parece más a un estado de reconocimiento de que vivir es algo realmente muy pequeño y que cada momento ínfimo es toda la vida que tengo. Es bastante incoherente esto de vivir entusiasmada a pesar de no creer en el futuro del mundo ni admirar esta especie a la que pertenezco que, con razón o sin razón, destruye todo lo que la mantiene viva. ¿Que una raza atente contra sí misma siendo consciente de ello no es de una incoherencia suprema? ¿Divina? ¿Puede haber un contrasentido más inconmensurable que ese? ¿No es la base de todas las incoherencias? Debo recordarme una vez más que es porque no entiendo nada que me lo pregunto. Pero sigo. Somos, además, primates vergonzantes. Creímos que éramos especiales hasta que supimos que no estábamos genéticamente tan lejos de los chimpancés. Somos una especie ambigua, tal vez de transición, que no termina de aceptar que no se entiende a sí misma, y llena el vacío con absolutos de emergencia; una especie incoherente hasta el delirio, que no es ni una cosa ni otra, que no sabe cómo articular eso de tener una pata en el universo irracional de los animales y un pie en la zona en donde reflexiona sobre ello; una especie que no ha podido encontrar el equilibrio entre el miedo y el amor. De ahí en adelante es muy difícil que cualquier manera de justificar nuestra forma de lidiar con la vida resulte enteramente coherente. Cualquier nuevo invento, avance científico o forma de progreso, trae consigo su sello tanático. Todo lo que el ser humano interpreta sirve al Bien y al Mal, con el agravante de que ambos polos son construcciones morales que cambian de valor indiscriminadamente a través del tiempo, confundiendo a generaciones enteras de seres humanos aterrorizados; todo el lenguaje descansa sobre la tierra movediza de la incoherencia, de la contradicción, de la no correspondencia con lo real. ¡Ni siquiera nos hemos puesto de acuerdo sobre qué es lo real! Yo creo en la causa perdida de la comprensión. Aunque nunca se llegue a comprender algo totalmente, al intentar hacerlo, por lo menos hay diálogo, hay escucha, hay habla, hay arte. A esa disposición a penetrar en lo incoherente también le llamo filosofía. Otra forma de mi alegría.

  • ¿Para qué no está preparada Francia Márquez?

    A ver cómo lidiamos con semejante palabro (en masculino, sí). Si ha habido un país gobernado por gente “preparada” es Colombia. Del mismo impresidente Duque decían eso: que era un joven economista preparado (les advierto que voy a repetir esa palabra hasta empalagarlos y empalagarme con ella). Pues hoy, entre todos los preparados, él y el preparado desde la cuna, Andrés Pastrana, se están peleando el premio por la peor gestión de gobierno. Y así hemos padecido muchos funcionarios muy bien preparados con importantísimos cargos, como, por ejemplo, el exfiscal Néstor Humberto Martínez; el actual, que se proclama a sí mismo como “el fiscal mejor preparado” que hemos tenido; el exministro de hacienda Bonosdeagua Carrasquilla, y otro preparado que jamás olvidaremos: Andrés Felipe Arias. En fin, no me voy a gastar el capital de esta columna con nombres propios que surgen como chispas desde el pasado y el presente político de nuestra tierra torturada y que no hacen una real diferencia entre uno y otro. Oigo decir que Colombia no está preparada para tener una presidenta ni vicepresidenta, negra; y que esa candidata a vicepresidenta, negra, no está preparada para ese lugar en el gobierno porque nuestro país es muy complicado y necesita una persona mejor preparada. Ahora sí, ampliemos la pregunta que titula este texto. ¿Para qué no está preparada una mujer que lleva más de dos décadas luchando por los derechos de una comunidad ninguneada como la suya? ¿Para qué no está preparada una mujer que se ganó el reconocimiento mundial más importante como defensora del medio ambiente? ¿Para qué no está preparada una madre abogada y cabeza de familia que ha puesto en su lugar a los candidatos presidenciales que han debatido con ella, al utilizar palabras firmes, asertivas, sabias, sencillas y respetuosas? Sí, Francia maneja un modo respetuoso de expresarse. Decirle a un neoliberal como el expresidente Gaviria, “neoliberal”, es una tautología; es aplicar una de las leyes fundantes del pensamiento lógico (occidental, eso sí) como es el principio de identidad: un neoliberal es un neoliberal. ¿Dónde está la grosería? Probablemente en el salvajismo de una política económica que no ha hecho sino aumentar la desigualdad social que Francia, la fórmula vicepresidencial de Petro, ha vivido dolorosamente en carne propia. Ahora tratemos de responder la pregunta. ¿Para qué no está preparada Francia Márquez? Yo no veo a Francia preparada para robarse una playa ni para actuar como lo han hecho los preparados que han ocupado ese puesto y todos los que exigen alta responsabilidad ética. No la veo preparada para someterse a lo que Petro le imponga. No la veo preparada para ser condescendiente ni para echarle cepillo a nadie ni para seguir usando un lenguaje mohoso y patriarcal. No la veo preparada para venderse a los intereses económicos de los poderosos. No la veo preparada para no ser ella misma en todos los momentos. No la veo preparada para aprovecharse de un cargo público y darle la espalda a su propio discurso e historia, como la gran líder social que es. Tampoco creo que Francia esté preparada para sentirse infalible. Sus electores estaremos atentos y dispuestos a criticar su gestión y a hacerle el control político que requiere todo funcionario del Estado. Pero que eso no nos exima del deber de prepararnos nosotros como pueblo para estar a la altura de un fenómeno que raya en lo poético como es la llegada a la contienda política ­–sin más músculo que la propia fuerza de su inteligencia– de una mujer que también representa la autoridad de aquellas que todavía ayudan a criar a las niñas y los niños de este país. Preparémonos, entonces, para estar al nivel de una mayora que simboliza, con todas sus letras, la dignidad (que creíamos perdida) de una nación.

  • Querida Amparo:

    Qué buena oportunidad me estoy dando para decirte unas cuantas sinceridades. Este género en particular, el de la epístola, tiene la virtud de facilitar la precisión de lo que se quiere comunicar, especialmente cuando va dirigida a una sola persona. Aunque este texto sea público, lo llenaré de todo lo que conlleva escribirle a alguien en privado cuando ese alguien es admirado profundamente por quien lo redacta. Ese “todo lo que conlleva” tiene que ver con la autenticidad que no puede faltar cuando es el tono propio del ser el que se transcribe en las palabras. Supe de tu vida porque salías en televisión. Luego, tuve la oportunidad de trabajar con vos y, desde ahí, nos ha tocado soportar juntas los insultos y burlas por haber tenido el atrevimiento de cumplir años. El motivo de esta carta es ahondar un poco más en el sentimiento de admiración que me inspirás, no necesariamente ciego. Se puede admirar a alguien, incluso este maldito mundo, con todas sus imperfecciones. Busqué la etimología de la palabra “admirar”. En latín “ad” significa “hacia”, “aproximación” y viene de una raíz más antigua que alude a “cerca”. Mirari (admirarse) viene de mirus: “maravilla”, “milagro”, “mirífico”, que tiene un origen asociado con “reír” y “sorprender”. Según mi propia interpretación, admirar es, entonces, mirar de cerca una maravilla, presenciar un milagro, aproximarse a algo sorprendente y reír de asombro ante lo inusitado. Sos la primera mujer-revolución que vi en mi vida. Aunque no me esté refiriendo a “revolucionaria” en sentido ideológico, debo decir que tu posición asertiva como mujer dueña y orgullosa de su poder sexual fue una declaración política de extremo impacto para mí. Quise unirme al grupo de las mujeres como vos que, simplemente siendo ellas mismas, sacuden las estructuras de las normas expresamente configuradas para impedirlo. Eso fue lo que me mostraste desde el primer momento sin dar cátedra ni consejos; apareciendo en mi consciencia, y en la de todo un país, como un fenómeno de mujer autónoma y volcánica desde la coronilla hasta la punta de los pies. Este acontecimiento me sigue ocurriendo cada vez que sé de vos, aun cuando me regañás por Twitter o comentás cosas que no te gustan de mí en las entrevistas que te hacen. La forma en que manifestás tu desacuerdo o tu molestia conmigo no consigue deshacer el milagro de haberte mirado directamente a los ojos, besado, y corroborado que la mujer que desafiaba con su sola presencia a una sociedad mojigata como la colombiana, era, sigue y seguirá siendo una maravilla real, viviente. No olvidaré jamás un gesto tuyo de inmensa bondad del que hablé hace poco en un hilo de Twitter. En una clínica veterinaria había muerto mi perro “Lalo”, por exceso de anestesia, y vos tuviste la generosidad de acompañarme y exigirle una explicación al médico, con tus propias lágrimas. Quiero aclarar que mi fascinación no obedece a un agradecimiento por favores que me hiciste y que me sirvieron. Tampoco quiero hacerme “la buena”; no creás que no puedo llenarme de razones para regañarte de vuelta. Lo que me ocurre es que la totalidad de lo que sos y representás para mí, me quita las ganas de hacerlo. Una última cosa, para terminar. No podría decir que hemos construido una verdadera amistad porque en ella los obstáculos se tramitan en la intimidad valiente de la conversación y de corazón a corazón. Aunque te dejo el mío en este mensaje, no te lo envía una amiga, sino una admiradora incondicional pero consciente de tu humanidad en todos sus claros y oscuros colores. Por eso te voy a volver a gritar esto en tu cara: mujer divina, mujer de carne y hueso, ¡nunca te callés! Margarita Rosa

  • Notas sobre el cuerpo, la universidad y algo más

    Domingo, 20 de febrero. Hora: 2:33 p. m. Lugar: habitación del hotel en Roma. No sé cómo voy a hacer con tanta cosa. Ahora mismo tengo tres frentes que atender: 1. Universidad (entré a quinto semestre de filosofía). 2. Personaje de la película en Roma. 3. Seguir alimentando el imperiódico. Ninguno de los tres es una obligación para mí. Al contrario, me mueven el ánimo tan intensamente que, por pura garosería (no confundir con "grosería"; o bueno, sí, por qué no), no quiero privarme de ninguno en este momento. Quinto semestre de filosofía en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia UNAD De la U, sólo les cuento que inscribí cuatro materias, lo cual es un poco mucho para este momento (creí que la película se iba a retrasar por la pandemia): Antropología filosófica, Hermenéutica, Filosofía del Arte y un Seminario para ir explorando, desde ya, todo lo concerniente a la elección del tema de la tesis. ¡Lo máximo! Miren mi programa académico cómo va de hermoso (lo que no está marcado con X es lo que me queda por hacer): Magdalena, mi personaje en esta película Nunca había trabajado con este nivel de detalle. Llevo tres semanas ensayando –y falta otra– antes de que empecemos a rodar, sin contar los seis meses anteriores a mi llegada aquí. Me ha impactado la manera como el director trabaja conmigo para llegar al alma de una mujer que me obliga a desestructurar totalmente el marco dentro del cual he acomodado mi cuerpo para ser "Margarita Rosa". He tenido que volver a aprender a caminar, a estar. Casi siento que el director me entrena como si estuviera amansando una yegua. Las sesiones duran tres, cuatro horas, con el objetivo de desarmar mi cuerpo para aprender a acomodar sus piezas en otro lugar de mi mente y de mis emociones. Eso, la mente y las emociones ensamblan nuestro cuerpo de múltiples formas. Indudablemente hay un personaje que construimos para andar por el mundo y a eso le llamamos "identidad". Ahora, mi identidad, esa otra gran cárcel de nuestra cultura, esa penetrante obsesión de Occidente, está en entredicho. He tenido momentos en que me siento tan aferrada a aquello que conozco para ser esa que llamo"Margarita Rosa", que me dan ganas de salir corriendo aterrorizada de esta ciudad escandalosamente hermosa, ante la dificultad que implica para mí deshacer mi disfraz de Margarita y mis prejuicios con respecto a mi apariencia física. He llegado a pensar que no sirvo para ser actriz, que ojalá me dé un síncope –o algo– antes de que comencemos a filmar. La identidad es ese relato que nos protege de la angustia que sobreviene ante las infinitas posibilidades de ser (¿será que entendí a mi amado Kierkegaärd en ese pedazo?) Lo que estoy experimentando en carne propia es aquello de que nuestros cuerpos son construcciones culturales, sicológicas; patológicas, digamos. O, no sé. He tenido que identificar cómo son la sicología y paleta emocional de Magdalena para traducirlas en su andar, en su postura, en el movimiento de sus piernas, en el peso de sus caderas, en su modo de bailar, de pararse, de hablar, de emitir la voz, de sonreír, de gritar, de estar callada, etc., pero, de paso, me confronta a mí con mis propias manifestaciones corporales. La verdad está anclada en el cuerpo de cada individuo. Un cuerpo que, antes de emitir una sola palabra, lo dice todo. Así es como trato de estar corporalmente como Margarita Rosa (mi camiseta está tan apretada que se me ven sólo las costillas y nada de tetas): Así debe hacerlo Magdalena: ¡Eso va en contra de todo lo que he querido representar con mi cuerpo! Auch. No me ha dado tan duro verme la cara ajada como el hecho de adoptar ese tono laxo en los músculos. Raquel, el personaje de Paraíso Travel, era tan monstruoso, que se acercaba casi a la caricatura; me pusieron prótesis en la nariz, dientes postizos y usaba lentes de contacto que cubrían toda la superficie del ojo con la parte blanca tupida de vasos reventados; me daba risa, lo veía lejano de mí. En cambio, Magdalena puedo ser yo, fácilmente. Cara y cuerpo sin más ayuda que una que otra pincelada de maquillaje y un cambio de eje en el balance. He tenido (sufrido) dos cirugías de columna; mi espalda es bastante rígida porque la tengo soldada con tornillos desde la mitad hasta el coxis (me duele un poco acostumbrarlo a no erguirse). La idea es que Magdalena debe caminar con los hombros hacia adelante, la barriga afuera y el culo para adentro. Es una mujer vencida por la gravedad terrestre y la de su propia vida, su cuerpo se dirige al centro de la tierra. Como Margarita, tengo una postura que lucha contra la fuerza de gravedad, hago un esfuerzo por estar derecha, por tratar de unir mis escápulas y meter el estómago; trato de que mi postura sea "elegante". Me resisto a abandonarme. Magdalena, por su lado, es una señora de 65 años, o quizá un poco menos, que no pone su atención en cómo debe mostrar su cuerpo a otros. Es una mujer que no está preocupada por su estatus social. No sabe lo que es hacer de su cuerpo un show mediático, como lo he hecho yo durante toda mi vida. Otro ejercicio interesante que hice en estos días fue vestirme con la ropa del personaje y caminar por las calles de Roma como si fuera ella. Estuvo muy divertido. Es curioso que este tipo de mujeres rotas y disparatadas como Magdalena o La Ranga o Raquel, me conecten también con una zona de liberación, fuera de los límites de mi personal caracterización pública. Es hermoso romper con el deber ser y no merecer "sanción social" por ello. Me la paso haciendo experimentos en mi cuarto. Me filmo. Me voy enamorando poco a poco de esta pobre mujer que puedo ser yo. Busco su carcajada... …y su alegría cuando baila con el hijo... Ahí voy. Tengo días mejores que otros pero el trabajo es enriquecedor y poético. Creo que si la película se cancelara y nunca se presentara, ya valdría la pena para mí haber estado aquí. Lo que he descubierto y aprendido no tiene precio.

  • Los sapos del Pacto Histórico

    A quienes pasan por aquí a perder el tiempo, les doy las gracias por practicar el arte de demorarse en los textos de otro; tal vez ahí esté el secreto de la democracia, que cada vez me parece menos un tema de sistemas políticos y más, una disposición del espíritu. 21 de noviembre, 2019, Ámsterdam. Mis opiniones no son puntos de vista que quiera defender; nada que me dé más pereza que defender una idea. Cuando escribo, mi propósito es mostrarme a mí misma de qué modo articulo los pensamientos y qué estrategia aplico para llegar a ciertas conclusiones. Mi interés no es convencer lectores ni “seguidores” (horrible palabra) de que mi forma de ver la realidad sea buena o superior o coherente o inteligente. Contrario a lo que piensan por ahí, no veo en el candidato Petro —ni en ningún otro—, al salvador de Colombia. Ni este país ni el planeta tienen esperanza de salvarse mientras el orden mundial basado en la competencia, en la acumulación de capital y en la imposición de poder sobre otros, persista. Hasta que no se acabe la división en naciones, gracias al efecto de una especie de salto cuántico hacia otro nivel de consciencia, no creo que haya manera de saber lo que es la paz universal. Además, ¿cómo podría estar segura de que Petro —o cualquiera de los que compiten contra él— va a cumplir lo que está planteando? No sé si sus propuestas económicas o de salud o de seguridad sean factibles y tampoco sé si sus detractores dicen la verdad o reducen y tuercen las propuestas del senador para hacerlas parecer un disparate. Pero lo más asombroso es que la mayoría de los votantes, es decir, millones de personas, ¡tampoco! Los expertos que dominan esos asuntos son un grupo pequeño, los hay de todas las ideologías y, desafortunadamente, no alcanzan para elegir un presidente. Igual, muchos sabihondos, periodistas, economistas, académicos, y hasta los mismos compañeros de partido, han tenido que reconocer que se equivocaron de cabo a rabo al votar por Duque, uno de los más nefastos presidentes de Colombia en toda su historia. Somos nosotros, los ignorantes, quienes damos empleo a los aspirantes a administrar la empresa que financiamos con nuestros recursos. Sólo que lo hacemos desde nuestra purísima emocionalidad y capacidad de pensar con el deseo y la imaginación. Ese es el criterio del pueblo en masa para votar en una elección presidencial (bueno, sin contar el criterio tamal, tejas o plata). Lo más probable es que todos estemos equivocados. Pero la equivocación no radica en que el administrador elegido resulte un mal gobernante sino en el hecho de creer que estamos “votando bien”. El sistema político global es una grandísima equivocación; es corrupto, y la prueba más obvia es la guerra. Es muy importante recordarme que en el circo del mundo todos somos payasos; ni el papa se salva (entre otras cosas, es uno de los payasos al que mejor le va en la función caótica que es la puesta en escena de la civilización). Entonces, como otra payasa más, ignorante y consciente de que lo soy, voy a participar en una de las parodias más entretenidas del mundo del espectáculo: la elección de un gobernante. Aunque desde la perspectiva que he expuesto lo más coherente sería no participar del todo, he decidido hacerlo como un ejercicio de ética ciudadana sin esperanzas y me voy a tragar todos los sapos que entren en la coalición del Pacto Histórico. Rogando para que Francia Márquez permanezca en él y pensando en ella como un símbolo de dignidad indispensable para este acuerdo entre políticos y activistas sociales, me los voy a tragar enteros uno por uno, y seguiré apoyando a quien viene proponiendo –sin miedo al ridículo– una "política del amor ", en uno de los países más violentos de la Tierra; y sosteniendo (aún borracho) el mensaje más contundente, claro y mejor explicado, sobre las raíces de una masacre que ningún gobierno ha querido parar: algo que sus contendores no han podido hacer ni sobrios. Lo sé, mi argumento es indefendible, pero es el único que tengo.

  • Gajes de la verdad y de mi oficio

    Lunes, 31 de enero, 2022 10:17 a. m. Lugar: habitación del hotel. Roma. A veces no me alcanza el cuerpo que tengo (¿o el cuerpo que soy?) para aguantar la felicidad. Cuando es mucha, casi se parece a la angustia, la emoción que más conocen mis vísceras. Por estos días no he podido dormir, o más bien, no he querido. Hacía rato no me gustaba absolutamente todo de un sólo proyecto. Tampoco había estado rodeada de un tipo de belleza casi insoportable y no quiero perderme de esa experiencia extrema por estar durmiendo. Hoy salí a dar un paseo y a pocas cuadras de este hotel me encontré con la plaza en donde está la iglesia de San Francesco a Ripa. Adentro, en una de las galerías, Bernini dejó a una santa en pleno orgasmo beatífico. Eso merece una entrada aparte. Salí temblando de ahí. Hoy tengo clase de italiano romano con una profesora. Debo tomar tres horas diarias de aquí a que filmemos. Ella me dijo algo que vale para cualquier idioma: es la música, el canto de la lengua, lo que da sentido a los diálogos. Las palabras en sí no importan tanto. La entonación es lo que otorga verdad a lo que se dice. Esto es algo que muchos intuimos y para los actores es una de nuestras más importantes premisas. Se puede decir "te detesto" con música de "te amo" o con música de "no me importas" y siempre, siempre, el mensaje que llegará será lo segundo. El sonido de las palabras es el caballo donde va montada la verdad de lo que se dice. No creo que la verdad pase por el intelecto. La verdad parece más bien una cuestión de correspondencia entre cualquier emoción auténtica y su expresión en el cuerpo. O, por lo menos, es la única verdad en la que puedo creer por el momento. Cuando la emoción es el cuerpo, aparece el rostro mismo de la verdad, tan incontestable que no puede ser una deducción lógica ni una cadena de razonamientos decible en palabras. Si una frase dicha pretende comunicar una verdad, nada menos eficaz que dejar a la palabra seca, erudita y sin líquido, sin aire. La palabra: ese signo arbitrario, histórico y político. Según esta reflexión –que no pretende ser una afirmación–, el asiento de la verdad probablemente esté en los intestinos, en el pecho, en el útero, en los testículos, en el estómago o en el corazón físico, contráctil y muscular, no en el corazón abstracto del que hablan las canciones. La verdad se mueve entre todo lo celular, lo endocrino, lo háptico, lo sexual, lo nervioso, lo mineral, lo eléctrico y lo mecánico de los cuerpos existentes. Habita en el hecho de la vida que pulsa en los órganos de todo lo que palpita. Si esa verdad orgánica quiere ser transmitida a través de la melodía del discurso, éste debe cabalgar al riendazo de la emoción-jinete-auriga-gobernante y revelarle la verdad también a quien intenta expresarla, como si fuera un mensaje de otro mundo. Porque sí; el propio cuerpo es un oráculo, un túnel hacia un más allá (o mejor, hacia un más acá inconmensurable) al que se debe ir a preguntar por aquello que la razón impaciente no puede obtener si no hace silencio de una vez por todas. Más tarde tendré clase de salsa. En la historia que se cuenta en esta película, que empezará a rodarse en un par de semanas, madre e hijo se comportan casi como una pareja de amantes. Se aman y se detestan y les apasiona bailar juntos. Debemos aprender a bailar tan coordinadamente como una pareja curtida y cocinada en 37 años, la edad de mi hijo. Aquí con el coreógrafo Jairo Ugarte: Apenas estoy pensando sobre qué voy a escribir en la próxima columna. Me viene mucho la idea de explicar porqué estaría dispuesta a tragarme todos los sapos inmundos que entren a la coalición del Pacto Histórico, incluyendo el conejo que le hicieron a Francia Márquez al no cumplirle la promesa de incluir a miembros de su movimiento en la lista al Senado. Ojalá a los abejorros que entraron se les pudiera hacer lo mismo si no están dispuestos a ayudar a parar esta guerra.

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